Ficha técnica
Título original: Les Liaisons dangereuses
Autor: Choderlos de Laclos
País: Francia
Idioma: Francés
Traductor: Gabriel Ferrater i Soler
Fecha edición original: 1782
Fecha edición traducción: 2008
ISBN 13: 978-84-397-2121-5
Núm. Páginas: 464
Editorial: Random House
Género: Grandes clásicos | Epistolar
Sinopsis: En sus páginas encontramos la deliciosa y libertina atmósfera del Siglo de las Luces, con su sofisticación verbal, su hipocresía social, sus secretos de alcoba y sus despiadadas ambiciones. La marquesa de Merteuil y el vizconde de Valmont, que en otro tiempo fueron amantes, se aprovechan del mejor modo que pueden de la sociedad privilegiada en la que viven. La novela adquiere forma a lo largo de las cartas que estos dos personajes amorales se van enviando. El resultado es uno de los libros más divertidos, descarados y seductores de la literatura universal.
Reseña
Choderlos de Laclos
Su obra, en gestación, refleja sus frustraciones militares —no haber podido demostrar su valor en una guerra— así como las numerosas humillaciones que cree haber sufrido durante su vida por parte de los aristócratas y de las mujeres que él cree inaccesibles. Escribir Las amistades peligrosas representa, para él, una especie de venganza y una terapia.
La historia está construida sobre la correspondencia mantenida entre siete personajes principales: La marquesa de Merteuil —«Cuidado, vizconde; si alguna vez respondo, mi respuesta será irrevocable, y temer hacerla en este momento es quizás decir ya mucho»—, el vizconde de Valmont —«¡Hubiera sido a la vez su amigo, su confidente, su rival y su querida! Y todavía en este momento le hago el favor de librarle de amistades peligrosas. Sí, sin duda, peligrosas; porque poseerla a usted y perderla, es comprar un momento de placer por una eternidad de dolor»—, madame de Tourvel —«¡Oh, cuán dolorosa es la pena que se apoya en el remordimiento! Siento que aumentan mis tormentos»—, madame de Volanges —«¡Quién no se espanta al considerar los males que puede acarrear una intimidad peligrosa! y ¡qué penas no nos evitaríamos teniendo más reflexión!»—, Cécile de Volanges —«Cuando yo veo a Danceny, ya no deseo nada; cuando no le veo, no deseo sino a él sólo»—, madame de Rosmonde —«Espero, querida amiga, que me conozca lo bastante para creerme bajo mi palabra y que no ha de exigirme prueba alguna. Bástele saber que tengo una multitud de ellas, en este instante, en mis manos»—, y el caballero Danceny —«Si he de creer a mi almanaque, no hace, mi querida amiga, más que dos días que se halla usted ausente; pero a mi corazón le parece que hace dos siglos—».
La marquesa de Merteuil y el vizconde de Valmont, que en el pasado fueron amantes, son dos mentes maquiavélicas que no se detienen ante nada y disfrutan con el dolor ajeno, ya sea ultrajando a jóvenes inocentes o humillando a mujeres respetables. Su objetivo siempre parece ser atacar a la sociedad en la que viven a través de la demolición los principios morales de las personas que se cruzan en su camino. Pero si una mente destaca sobre la otra en cuanto a refinamiento se refiere, sin ningún tipo de duda es la de Merteuil —aunque tiene una explicación perfectamente razonable, porque lo que Valmont por el mero hecho de ser hombre puede hacer abiertamente ella tiene que hacerlo en secreto, debido a que lo que en el caso de un hombre se considera loable es reprobable en el caso de una mujer—, aniquilándolo todo a su paso, sin ningún tipo de miramiento, acaba incluso con el hombre que es su objeto de deseo y compañero de maldades. Y no es que Valmont se quede atrás, sin embargo, parece que más que atacar intenta defenderse de las estocadas que le propina su estimada amiga, aunque tampoco duda en dar la última antes de morir. Ellos dos son un gran ejemplo no sólo de lo que una amistad peligrosa puede generar sino de lo que dos personalidades pérfidas trabajando juntas pueden desencadenar. A pesar de todo hay que romper una lanza a favor de la marquesa y el vizconde, porque si en realidad esos pilares morales que ellos atacan fueran tan sólidos como el resto de la sociedad quiere hacer creer, no les resultaría tan sencillo conseguir sus objetivos.
La marquesa de Merteuil y el vizconde de Valmont, que en el pasado fueron amantes, son dos mentes maquiavélicas que no se detienen ante nada y disfrutan con el dolor ajeno, ya sea ultrajando a jóvenes inocentes o humillando a mujeres respetables. Su objetivo siempre parece ser atacar a la sociedad en la que viven a través de la demolición los principios morales de las personas que se cruzan en su camino. Pero si una mente destaca sobre la otra en cuanto a refinamiento se refiere, sin ningún tipo de duda es la de Merteuil —aunque tiene una explicación perfectamente razonable, porque lo que Valmont por el mero hecho de ser hombre puede hacer abiertamente ella tiene que hacerlo en secreto, debido a que lo que en el caso de un hombre se considera loable es reprobable en el caso de una mujer—, aniquilándolo todo a su paso, sin ningún tipo de miramiento, acaba incluso con el hombre que es su objeto de deseo y compañero de maldades. Y no es que Valmont se quede atrás, sin embargo, parece que más que atacar intenta defenderse de las estocadas que le propina su estimada amiga, aunque tampoco duda en dar la última antes de morir. Ellos dos son un gran ejemplo no sólo de lo que una amistad peligrosa puede generar sino de lo que dos personalidades pérfidas trabajando juntas pueden desencadenar. A pesar de todo hay que romper una lanza a favor de la marquesa y el vizconde, porque si en realidad esos pilares morales que ellos atacan fueran tan sólidos como el resto de la sociedad quiere hacer creer, no les resultaría tan sencillo conseguir sus objetivos.
Carta CXLILo que puedo hacer es contarle una historia. Quizá no tenga usted tiempo de leerla o de prestarle atención como para comprenderla bien: es cosa suya. Esta será, a lo sumo, una historia sin importancia. Un hombre de mi conocimiento, estaba engolfado, como usted de una mujer que no le hacía mucho honor. Tenía, a ratos, el claro conocimiento de que tarde o temprano sus yerros le costarían caro; pero aunque avergonzado, no tenía el valor de romper. Su embarazo era tanto mayor, cuanto que se jactaba de ser libre entre sus amigos. Pasaba su vida sin dejar de hacer tonterías, y diciendo luego: "No es culpa mía." Este hombre tenía una amiga que tuvo la intención de abandonarlo en público en este estado de embriaguez, y de hacer su ridículo incurable: pero, más generosa que maligna, quiso intentar otro recurso para poder decir como su amigo: "No es culpa mía." Comunicó al galán su decisión, por esta carta que podría ser útil a su mal: "Todo cansa, ángel mío; es ley de la naturaleza; no es culpa mía. "Si hoy me cansa una aventura que me ha ocupado cuatro mortales meses, no es culpa mía. "Si yo tuviese tanto amor como tú virtud, es fácil que la una hubiese terminado al tiempo que la otra. No es culpa mía. "Desde hace algunos días te he engañado, pero a ello me forzaba tu ternura implacable. No es culpa mía. "Una mujer a quien amo hoy exige este sacrificio. No es culpa mía. "Comprendo que ha llegado la hora de que se me llame perjuro; pero si Dios no concede a los hombres más que la constancia, dando a las mujeres la obstinación, no es culpa mía. "Créeme, elige otro amante, como yo otra querida. Este consejo es bueno, muy bueno; si lo encuentras malo, no es culpa mía. "Adiós, ángel mío, te he tomado con placer, te dejo sin pesar; volveré tal vez. Así va el mundo. No es culpa mía”.